Éste es un sub-blog de www.literaliamexico.blogspot.com. La promoción del autor, como escritor de cuento, novela, poesía y ensayo, es con el único fin de ofrecer al público lector una mirada retrospectiva de la obra de Arturo Juárez Muñoz, como pilar del proyecto de desarrollo y apoyo a jóvenes escritores.

viernes, 3 de junio de 2011

PAVAROTTI Y PAOLUCCIO (RELATO CORTO)

Del libro Inspiraciones, Relatos Cortos, Pavarotti y Paoluccio, marzo 2005
Mi nombre es Paoluccio Vinattieri. Nací en un pequeño pueblo de la Calabria antigua, cerca de Moatosso, en Italia. En aquel entonces contaba con escasos doce años de edad, y para serte sincero, era un muchacho sumamente tímido, opaco, gris como piedra de río. Mi tía Louisa decía que tenía los ojos más grandes que calabrés alguno haya tenido jamás. Y en efecto, de una negrura más espesa que la noche, mi contacto con la vida era a través de mis ojos, pues lamentablemente, no contaba con ambas manos debido a un desafortunado accidente donde las perdí  de un solo tajo.
Era un septiembre de 1989, y por azar del destino, llegamos a la ciudad de Modena. Mis pantalones cortos color negro, una camisa blanca que me quedaba bastante ceñida al cuerpo, y una maleta llena de nada, trapos viejos, una muda descolorida, y un par de zapatos que me quedaban tan grandes como soles. Mi madre había aceptado un trabajo de cocinera en un pequeño restaurante de Piazza Grande. Por fortuna, no le requirieron cartas de recomendación, y su contratación fue relativamente simple.
Para eso de las seis de la tarde, ambos entramos a una habitación oscura y que desprendía tremendos olores a verdura: era la bodega de víveres vegetales del restaurante. Ella, sin evitar ese rostro triste y alargado que siempre la caracterizó, apenas si emitió palabra alguna. Sacó de la gran bolsa de manta que llevaba a cuestas, un par de cobijas raídas y las tiró sobre unas cajas de cartón que encontró en uno de los anaqueles. Me abrazó entonces y mi cuerpo delgado y frágil pareció adoptar la forma de su raquítica figura, y sin decir nada, me besó en la frente y fue quedándose dormida poco a poco. Hurgando al infinito interior de nuestra pobreza extrema, la oscuridad se extendió rápidamente hasta quedar sumergidos en un silencio agonizante y prolijo. Inexorablemente, yo también me quedé dormido. Al anunciarse el alba, mi madre saltó como conejo gritando desaforada: «¡Mama mía! Andiamo, Paoluccio…»
Minutos después entrábamos deprisa al restaurante esperando no ser reprendidos por el capitano. Por fortuna, logramos entrar un minuto antes que él, y simulando haber iniciado nuestras labores con media hora de anticipación, un saludo cortés de su parte nos volvió el alma al cuerpo. Sin embargo, una angustia indescifrable me atrapó y mantuvo con los ojos más grandes que jamás haya experimentado.
Cuando estaba limpiando la última mesa que quedaba justo en un rincón, descubrí a mi madre por entre una ventanilla de servicio. Presurosa, cortaba lechuga, freía carne de cerdo, batía puré de manzana, y qué sé yo cuánta cosa más. La admiré trepado de rodillas en un banquillo; nunca la había visto más agotada como en ese momento. Sus ojos gigantescos parecían dos piedras grises y sin brillo; su cabello, otrora negro y delicado, era una guedeja de pelos hirsutos y recogidos por una malla negra que la hacía mirar tétrica y deprimente.
Descansé mi barbilla sobre los muñones de mis antebrazos, y sin poder evitarlo, se me nublaron los ojos de tristeza por tan sufrida escena. «¡Ragazzo!», llamó el capitano, dando un manotazo que me hizo brincar de susto. Sin mirarlo a los ojos, volví a mi afanosa actividad perdiéndome entre las mesas hasta alcanzar al patio central del local.
De pronto, la puerta de acceso principal se abrió de par en par dando paso a dos hombres vestidos de traje oscuro y con corbata negra. Su actitud sigilosa me puso alerta, pues cual si fuese la anunciación de la llegada de un rey, colocándose en ambos costados del portón, dieron acceso a un hombre enorme de mirada profunda y risueña. Cubierto con una capa negra que lo envolvía por entero, una bufanda blanquísima le rodeaba el cuello hasta permitirle mirar si acaso por donde caminaba. Su andar parsimonioso hasta el centro del patio me dejó asombrado, pues justo en el instante, el capitano hacía su aparición y quedaba paralizado como estatua de mármol.
¡Mama mía… Maestrissimo, la voce perfetta, bono día…!, y ante los atónitos ojos del hombre, los de sus acompañantes y los míos propios, el capitano cayó de espaldas rebotando contra las baldosas del patio humedecido nada menos que… por mí. Con una expresión de terror y angustia abrumadora, me llevé los antebrazos a la frente y supliqué al señor me tragara en ese instante.
            —¡Vaya, qué recibimiento! —dijo el gran hombre llevándose las palmas de sus enguantadas manos a la cara, y reclinándose a mirar al infortunado—. ¡Ayúdenlo, por favor!
            —Pronto, pronto, que el capitano se ha caído  de purititas nalgas —entré gritando al salón.
            Mi madre salió presurosa al escuchar mi voz alarmada. Cuando ambos llegamos al lugar del accidente, los acompañantes del hombre lo habían puesto de pie, y éste, lleno de vergüenza, sólo acertaba a decir: «O signore mio…» Sin embargo, al acercarnos a ellos, y yo detrás de mi madre, el capitano giró su cabeza hasta alcanzarme con la mirada, y reprochándome lleno de ira y señalando con su dedo índice: «Tú eres el mentecato culpable de mi caída…»
            Mis ojos parecieron saltar de sus órbitas, y más me escondí tras las faldas de mi madre, quien no sabía qué decir ante semejante acusación. «Pero pagarás, ragazzo estúpido…», gritaba amenazante y elevaba su mano derecha en señal de que pronto yo sería castigado.
            —Aquí no hay más culpable que usted —dijo enérgico el gran hombre, que interpuso su enorme figura entre el capitano y nosotros, es decir, mi madre y yo.
            —Perdón, signore Pavarotti, tiene usted toda la razón, soy un estúpido —expresó en tono disculpante, y sacudiendo la mano señalando a la nada, agregó: —Anda, ya, vete de aquí y sigue…
            —Momento, el bambino desayuna conmigo —dijo tajante el inmenso hombre, que para mí, era un total desconocido.
            Los ojos atónitos de todos los allí presentes me hicieron sentir aún más incómodo. Sin embargo, me tomó con su mano gigantesca por la espalda, y mirando hacia delante como un auténtico rey que ordenaba a sus súbditos, me llevó al interior del salón, y con una solemnidad inesperada, me dijo:
            —Escoge la mesa, por favor.
            Busqué con avidez los ojos de mi madre para saber qué hacer. Todos miraban asombrados lo que aún me resultaba inexplicable, sin embargo, me sonrió con esa ternura angelical que sólo ella dispensaba. Me volví hacia el señor, y señalando la mesa del centro, asentí simplemente con la mirada vivaz y expresiva que me caracterizara:
            —Perfecta, yo hubiera escogido la misma —aseveró, llenándome de una satisfacción nueva en mi corazón.
            Su amplia sonrisa, similar a una media luna marfilada y brillante, se unió a la mía, más pequeña, menos elocuente pero no menos sincera. El gran hombre me agradó sobremanera.
            Con el chasquido de los dedos, el capitano llamó a la mesera para que pusiera el servicio para dos, pues sus acompañantes, prestos y respetuosos, se sentaron tres mesas atrás de nosotros. Las cartas fueron colocadas en nuestras manos, bueno, en sentido figurado, mientras un par de servilletas fueron dispuestas en las piernas izquierdas. Pronto también, nos fueron llevadas un par de copas de boca ancha conteniendo agua, y un par de limones en el plato base.
La mirada bonachona del gran hombre no se apartaba de mí, sin embargo, esperé a que me indicara con esos ojos vivaces y dulzones lo que debería hacer. Me miró directo a los ojos recogiendo ligeramente la amplia barba, para segundos después, indicarme con un leve movimiento de manos que el agua era para lavarnos. Sonreí con humildad; era tal la cortesía de aquel caballero, que en vez de sentirme disminuido o apenado, gocé la lección de buenos modales.
            —¿Cómo te llamas? —preguntó con tono amable.
—Paoluccio Vinattieri, para servirle a usted y a  Dios.
            —¿Calabrés?
            —Así es, de un pequeño pueblo llamado San Giovanni in Fiore. ¿Cómo lo supo?
            —Porque los Vinattieri provienen de esa región. Es más, tu nombre me suena, pero… no, me temo no poder recordar en este instante…
            —¿Y usted, cómo se llama? —le pregunté con respeto.
            —Verás, por lo pronto llámame Luciano, ¿te parece suficiente?
            —Creo, que… no.
            —¿No? ¿Puedo saber por qué?
            —Porque usted tuvo la gentileza de saber de dónde era yo, y… me gustaría saber de dónde es usted —le expresé irguiendo la cabeza y sonriéndole mostrando curiosidad.
            En respuesta, una bellísima carcajada cimbró las copas y los ventanales del salón. Fue la primera vez que escuché la gran sonoridad de su voz privilegiada. No contestó, y en respuesta, preguntó nuevamente:
            —¿Qué deseas desayunar?
            Al enmudecer y no saber qué elegir, el gran hombre ordenó por ambos. Nuevamente su gentileza me hizo sentir muy bien.
            —¡Ya! —dijo de manera repentina, poniéndome alerta y avispándome ante su enérgica aseveración.
            —¿Ya qué? —pregunté con candidez.
            —Paolo Vinattieri; ¿Claro, cómo habría de olvidarlo! Seguro es tu padre… ¿no es así?
            —Pues, sí, ése era el nombre de mi padre, pero… ¿cómo es que lo conoció? —le inquirí lleno de curiosidad.
            —Pero… es que… ¿acaso ya murió?
            —Hace tres años.
            —No sabes cuánto lo siento. Él fue un gran trabajador de las puestas en escena en la Ópera de Milán. Pero… si tienes los mismos ojos que él… —cortó su comentario para mostrar un recogimiento en su semblante y perder su mirada en algún rincón del salón.
            —Era un sábado; yo caminaba precisamente aquí, en Piazza Grande, cuando un par de pelafustanes se cruzaron en mi camino y me amenazaron con una navaja gigantesca. No te voy a negar que al principio sentí un pánico que me paralizó las piernas y me trabó la quijada, pues nunca jamás en mi vida me había sucedido algo así. De pronto, de la espesura de la noche, surgió tu padre con esa valentía que siempre le caracterizó, diciéndoles: «Mas que cosa tan absurda… ¿acaso no saben a quién intentan asaltar?» Aquellos hombres, fuera de arredrarse ante la sugerencia de tu padre, arremetieron contra él y le clavaron la navaja en pleno vientre, cayendo herido de gravedad. Lleno de ira, los enfrenté imbuido por el coraje de tu padre, y justo cuando uno de ellos se decidió a atacarme, tal vez mi voz, mi figura, no lo sé a ciencia cierta, gritó desaforado: «¡Es él… es él!», desapareciendo entre las sombras bajo la gran arcada de la plaza. Por fortuna, tu padre sobrevivió; una vez que se hubo recuperado del todo, lo visité el día que salía del hospital y le pregunté qué era lo que podía hacer yo por él, a lo que me contestó con enorme sencillez y grandeza: «Ya hizo usted mucho por mí… sólo le pido una cosa: obséquieme un boleto de entrada para escucharlo cantar algún día.»
            Tras aflojarse la enorme bufanda, sacó de su abrigo un pañuelo y limpió discretamente sus ojos que amenazaban derramar un par de lágrimas sentidas. En ese instante llegó la mesera trayendo la orden del desayuno, y la magia del momento se perdió en la suculencia de tan prodigioso banquete. No es que no me importara saber el final de tan relevante historia, sino que el semblante del gran hombre denotaba una congoja inevitable. Repentinamente, antes de llevarse el tenedor a la boca, que sostenía un trozo de fruta, me dijo:
            —¡Cuánto lo siento! —dijo elocuente.
            —¿Por qué lo dice?
            —Porque jamás cumplí mi promesa —dijo invadido de una tristeza infinita.
            —No se preocupe, alguna razón debió tener —expresé con la mayor delicadeza posible intentando relativizar el hecho.
            —No, amiguito mío, nunca habrá justificación suficiente para desatender un acto de gratitud.
            Guardamos silencio. Su amplia frente se perló de un sudor escalofriante. Evitó mi mirada como si mirara en mis propios ojos los ojos de mi padre.
            —Señor —interrumpí su cavilación para evitarle mayor pena—, mi padre se lo dijo con claridad: «… ya ha hecho bastante por mí…»
            —Ése es el problema, Paoluccio, ante signo tan vivo de humildad extrema, el que debió agradecer era yo a él y no él a mí.
            —Pues a usted yo lo veo como a una gran persona.
            —Eres noble igual que tu padre. Gracias.

            El desayuno continuó y aquel caballero hablaba con las manos, con los ojos, con el semblante entero. Su voz sonora y llena de energía penetraba en mis oídos y me hacía sentir un niño privilegiado.
            —Señor Luciano, escuché que el capitano le llamó:  Maestrissimo, la voce perfecta”. ¿Qué es la perfección?
            —¿La perfección?
            —Sí.
            —¡Vaya pregunta! En tus labios suena profunda y bella —hizo una pausa y bebió un sorbo de café—. Verás… es una dama sofisticada, inalcanzable porque siempre está un paso adelante de ti, mas nunca te da la espalda; es fascinante si la buscas, frustrante si sientes no hallarla; traicionera si te obsesionas con ella, pero… hay un momento en que estás dispuesto a morir por ella; es razón, sueño, vida misma… ¿Puedo saber por qué lo preguntas?
            Sin denotar atrición alguna, levanté mis antebrazos y se los mostré con firmeza.
            —¿Crees que no lo había notado? —expresó lacónico.
            —Más de uno me ha hecho sentir imperfecto.
            Apretó las mandíbulas y echó el cuerpo sobre la mesa; me miró con esa mirada profunda de gran señor, y me dijo con ternura:
            —La perfección a la que te refieres es otra. Lo más importante de ti no son tus manos ni tus pies ni tu cabeza, incluso; es aquella perfección que surge de tu interior, de tu alma, de tus entrañas; es aquella búsqueda incesante por valerte de las herramientas que te ha obsequiado el Señor y ser feliz a través de emplearlas en su totalidad, plenas, magníficas, y trascender a través de su ejercicio, de la tenacidad, de la perseverancia. Estoy seguro que tú tienes potencialidades maravillosas, tal vez inexploradas, desconocidas, ocultas, pero de una cosa estoy seguro: algún día las conocerás. La fórmula consiste en escuchar a tu propio corazón… a tu propio corazón… a tu propio corazón… —pareció repetirse aquella frase como eco en mi cabeza.
            Estiró entonces su suave mano, y con tacto angelical, me apretó el antebrazo en señal de conmiseración a mi gran duda. El desayuno continuó y nuestras sonrisas estallaban de vez en cuando. Jamás supe qué pudieron haber pensado de nosotros todos los demás, pero en ese momento, era lo que menos me importaba.

            Tras la larga jornada, la noche cayó plena sobre Modena. En nuestro caminar hacia la bodega donde pasaríamos la noche, advertí una laboriosa actividad de al menos una veintena de hombres instalando un enorme escenario al frente de Piazza Grande. A un costado, grandes pendones anunciando un evento, que a decir verdad, me resultaba desconocido. Mi madre caminaba sumamente exhausta; su mirada lánguida era elocuente: su estado de salud no se veía nada bien.
            —¿Puedo quedarme un ratito, mamá?
            Sus ojos apagados apenas si me miraron, y tomándome la barbilla, logró asentir con la cabeza.  
            —No… tardes, por favor —dijo para luego alejarse y perderse en la siguiente esquina.
            Sin poder evitar una amplísima sonrisa, caminé por entre las filas de butacas que eran apostadas en líneas paralelas de frente al gran escenario. Con los muñones rozaba los respaldos de éstas, y por un instante, el recuerdo extraviado en el tiempo de mi padre acarició mi alma. Lo imaginaba afanoso trabajando con ese gusto que siempre mostró en todo lo que hacía. Aunque era yo pequeño cuando murió, al menos guardo la imagen de un hombre excepcionalmente cariñoso y amable.
            Nadie me dijo nada; me dejaban caminar a mis anchas por toda la plaza, incluso, permitieron que subiera al escenario. Me acerqué entonces a uno de los grandes pendones que anunciaba: «Concerto in Piazza Grande, Luciano Pavarotti y Nuccia Focile» Comprendí entonces que el gran hombre era un artista, no sabía si músico o actor, pues ignoraba qué era un gran concierto. Arrobado en extremo, levanté mis antebrazos y los extendí al aire en medio del escenario; cerré los ojos e imaginé que algún día yo también sería un gran artista, o al menos, un gran trabajador como mi padre para ayudar a aquellas personas maravillosas como el señor Luciano.
            De pronto, como extraído de un cuento, los aplausos de los trabajadores interrumpieron mi sueño; abrí los ojos de inmediato y descubrí que suspendieron su labor para prodigarme un estruendoso aplauso que llenó Piazza Grande. Incrédulo, los miraba sonreírme y aplaudir con mayor entusiasmo cada vez más. En un acto espontáneo, les agradecí con una reverencia principesca inclinando mi cuerpo hacia delante y cruzando mi antebrazo derecho por debajo de la cintura. Después, todo pareció volver a la normalidad.

            —¡Mamá! ¡Mamá! El gran señor, vaya que sí es un gran señor —entré gritando a la accesoria.
            Ella yacía tendida sobre la cama de cartones, y ofreciéndome su mejor sonrisa posible, me llamó a sus brazos.
            —Anda, platícame con lujo de detalles quién es ese señor —me dijo complaciente.
            Y así, metido entre sus brazos, le narré cada una de las cosas que habíamos platicado durante el desayuno; mi gran experiencia en el escenario en la plaza, y lo más importante, que me había hecho soñar que algún día nuestra pobreza terminaría para siempre… Ya no me escuchaba, su suave respiración perdió aquella agitación característica para denotar que dormía en santa paz. La abracé entonces con todas mis fuerzas y le dije al oído: —Algún día, madre, algún día…

            A la mañana siguiente, poco después de abrir el restaurante sus puertas, y yo estar limpiando los vidrios de las ventanas, un hombre conocido entró anunciando mi nombre:
            —¿Paoluccio Vinattieri?
            Temeroso, como dudando que se tratase de mí, me acerqué a él. Me sacudió la cabellera, y con una sonrisa de satisfacción extraña, me dijo:
            —Toma, esto es para ti —y me entregó un sobre que llevaba grabado mi nombre, colocándolo en la bolsa de mi camisa.
            —¿Qué es esto?
            —Ábrelo y lo verás.
            Se despidió y me dejó admirando aquel elegante papel. Nadie me miraba. Mis ojos recorrieron orbiculares por todo el patio. Una vez que sentí estar a solas, abrí el sobre con lentitud ayudándome con la boca. Parecía estar vacío, pero al elevarlo, un pequeño cartoncillo cayó al suelo. Con habilidad lo volteé, y acomodándome de rodillas, leí: «Boleto de primera fila para el Gran Concerto en Piazza Grande.»

La noche era esplendorosa. El Teatro Comunale di Modena lucía espectacular. Piazza Grande se engalanaba con su excelsa arquitectura, y su gran torre parecía elevarse hasta alcanzar alguna estrella. Sus arcadas laterales lucían también excepcionales. Sus farolas, perfectamente iluminadas, le daban un toque mágico y místico a la vez. Su gran reloj marcaba minutos antes de las ocho de la noche.
Poco a poco, cada una de las sillas dispuestas frente al escenario se iban llenando hasta colmar el lugar. Yo, elegantemente vestido con mi camisa blanca y mi eterno pantalón corto, me encontraba sentado justo en el frente del escenario, en primerísima fila. A las ocho en punto, aparecieron no menos de veinte personas elegantemente vestidas, y se dirigieron a sus lugares dispuestos en forma semicircular. Cada uno tomó diferentes instrumentos musicales y los tomaron con delicadeza genuinamente angelical.
El silencio respetuoso fue interrumpido cuando hizo su aparición Mauricio Bennini, director anfitrión que se dirigió a un costado del escenario, como si fuese a llamar a alguien. De pronto, como una luz divina que se materializa en una masa humana, el gran hombre apareció en escena. Era nada más y nada menos que Luciano Pavarotti, quien con su deliciosa sonrisa se acercó al centro del escenario, agradeciendo la estruendosa bienvenida. Nadie lo notó, pero de inmediato buscó mi mirada y me guiñó el ojo. Yo estaba a punto de llorar de emoción por tan gentil detalle.
“Addio fiorito asil”, fragmento de la ópera Madama Butterfly, fue el aria con la que dio inicio.  Al unísono, el total de instrumentos iniciaron a tocar con una suavidad que me arrobó de inmediato, y así, como emanado de un sueño, la voz del gran señor se elevó hasta llenar los rincones de la plaza, cimbrando los cristales de las ventanas. Yo quedé perplejo, emocionado; jamás en mi corta vida había sentido que me arrancaran el aliento de un solo golpe como en ese instante. Mis brazos se encogieron y un sublime encantamiento se apoderó de todo mi ser. Al concluir su canto, el público se entregó con vivacidad y entusiasmo al gran tenor.
Salió del escenario acompañado por Mauricio Bennini. Instantes después, aparecía una mujer excepcionalmente hermosa: Nuccia Focile, quien interpretó “Signore, escolta”, de la obra Turandot, de Giacomo Puccini. Sin poder evitarlo, la imagen de mi madre se sobrepuso al de tan bella mujer, y la imaginé vistiendo el atuendo elegantísimo de la donna. Mis emociones me traicionaron entonces, y con el rostro vibrando en cada una de sus fibras, no pude evitar llorar por aquella mujer excepcional que me había dado la oportunidad de vivir tan maravillosa vida.
Se fueron alternando ambos, pero mi corazón pareció detenerse en un paroxismo fascinante, cuando Nuccia Focile interpretó “O mio babbino caro”, también de Puccini. Sentí una emoción tan abrasadora, que creí perder las fuerzas por momentos y caer ante la sublime ejecución de tan dulce aria. Los vaivenes de su voz me hacían seguirla con el rostro y con la mirada, de tal suerte que imaginé a mi madre cantándome en sus brazos.
El momento culminante llegó cuando ambos, a dúo, interpretaban “O soave fanciulla”, fragmento de la ópera La Boheme, de Puccini, pues como niño que era, un remordimiento fatal me atrapó y me hizo salir disparado ante los asombrados ojos de quienes me rodeaban, con rumbo adónde mi madre. Mis ojos enrojecidos, anegados en lágrimas, no me permitían mirar por donde corría, llegando a molestar a más de uno, y recibiendo sus justos reclamos. Corría y corría, no sé si intentando escapar de aquellas voces maravillosas que me hacían vibrar de emoción; no sé si de mí mismo o de mis recuerdos infantiles, o de mis temores, o de mis sueños… Los aplausos culminaron la magistral representación.

Por fin entré a la accesoria donde se encontraba mi madre. En ese momento la orquesta filarmónica ejecutaba el intermezzo “Cavalería Rusticana”, de Mascagni. Mi madre, tirada y descubierta de medio cuerpo, parecía que agonizaba de una enfermedad prolija y traicionera. La abracé con tanta fuerza que le saqué más de un suspiro intentando darle vida y reanimarla. Sus mórbidos labios mostraban el color de la muerte y los ojos parecían dos cuencos oscuros y ojerosos carentes de vida. La música penetraba mis sentidos, mi alma, mi todo.
Dos hora más tarde, el dottore del Hospitale di Modena, vestido elegantemente, pues llegó de prisa del concierto para atenderla, me miró con firmeza y aplomo intentando sutilizar lo que era imposible de explicar: mi madre había muerto.
El aplauso del público despedía a Samantha Bremen. La miraba acercarse a mí, sonriente, satisfecha, pero sin yo poder abstraerme del recuerdo que me abrasaba. Fue la voz de Mauricio Bennini hijo, que me sacó de mis cavilaciones, pues siendo el director huésped esa noche, fue por mí para continuar con el concierto:
—Vamos, Paoluccio, es tu turno; interpretaremos “O soave fanciulla”, fragmento de La Boheme, de Puccini, que tantos recuerdos nos trae…

Arturo Juárez Muñoz (Derechos reservados)

2 comentarios:

  1. Entiendo que este cuento es parte de un libro.
    ¿Dónde se puede adquirir?
    ¿Ofrece servicios de producción masiva?
    Soy maestra de escuela. Me interesa saberlo.
    Lourdes Herrera

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  2. Lourdes:
    En breve publicaré la forma de obtener esos libros.
    Agradezco tu interés:
    Arturo

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