Éste es un sub-blog de www.literaliamexico.blogspot.com. La promoción del autor, como escritor de cuento, novela, poesía y ensayo, es con el único fin de ofrecer al público lector una mirada retrospectiva de la obra de Arturo Juárez Muñoz, como pilar del proyecto de desarrollo y apoyo a jóvenes escritores.

miércoles, 29 de junio de 2011

ARTURO JUÁREZ MUÑOZ, PRIMER LUGAR EN POESÍA Y TERCERO EN RELATO CORTO, EN CERTÁMENES IMPRIMÁTUR TERCERA EDICIÓN (ESPAÑA)


"El pasado 20 de junio del 2011, Certámenes Literarios Imprimátur (España), otorga Primer Lugar en categoría de Poesía y Tercer Lugar en categoría de Relato Corto, al escritor mexicano Arturo Juárez Muñoz."

Cuando tuve oportunidad de leer el comunicado oficial por parte de Juan José Boyano, directivo de Imprimátur, una emoción inconmensurable inundó mi corazón. Mi mente se dispersó en una cascada de recuerdos que brota desde 1961, fecha en la cual escribí mi primer poema, y se dispersa en gotas luminiscentes que hoy alumbran mi presente.
Surge entonces una reflexión que estimo importante señalar:

Jamás estuve en una real oportunidad de ganar concurso alguno, no porque no tuviese deseos de participar, entusiasmo por luchar, ilusiones para soñar que podría lograrlo. ¡No! La razón por la que no gané nunca nada es muy simple: ¡No tenía la calidad para lograrlo!

Fue en el año 2000 que me propuse escribir en forma, con orden, con disciplina, con convicción. Sin embargo, la verdadera concisión de participar en esta hermosa lucha, se dio escasamente en agosto del 2010, fecha en la cual di un paso serio y trascendente para lograrlo.
Me refiero a la creación del blog Literalia México (www.literaliamexico.blogspot.com), en el cual puse todo mi empeño, dedicación, compromiso y deseos reales de cristalizar mi esfuerzo.

Hoy, el temor al fracaso ha sido eliminado de mi corazón. Comprendí 50 años después de aquel glorioso día en que descubrí al poeta que llevo dentro, que ganar es una consecuencia de la lucha, el tesón, el trabajo constante y comprometido, y que si ponemos todos esos ingredientes sobre la mesa, el triunfo es ya una realidad.

No desdeño este reconocimiento inmerecido, simplemente lo pongo en perspectiva. Imprimátur es para mí la mejor oportunidad jamás imaginada. Su calidad moral y de convocatoria, sistema de expresión a través de foros, sistema de votaciones y de divulgación, son los que merecen ser exhibidos como atributos de éxito y promoción del mismo.

Finalmente, Doy gracias a Dios, a mis padres (finados) que desde su perspectiva atemporal y etérea, me siguen apoyando día a día. A mi querida esposa y a mis adorables hijos, quienes me impulsan de manera cotidiana e igualmente convencidos que: ¡Ganar es una consecuencia, participar es una realización!

Arturo Juárez Muñoz

domingo, 12 de junio de 2011

ELLIE GRISHAM (CUENTO CORTO)

Del libro: Ocho cuentos y un largo camino a Montjuic,
marzo 2009, Editorial Campo Provincia

El 8 de julio de 1918, durante la Primera Guerra Mundial, Ernest Hemingway fue herido de gravedad por la artillería austriaca. Con las piernas heridas y una rodilla rota, fue capaz de cargarse a hombros un soldado italiano para ponerle a salvo. Caminó 40 metros hasta que se desmayó. La heroicidad le valió el reconocimiento del gobierno italiano con la Medalla de Plata al Valor. Estuvo a punto de perder su pierna de no mediar la intervención de una enfermera, Agnes von Kurowsky, con quien comenzó una relación sentimental (ella era mayor que él). Durante su recuperación en el hospital de Milán, se enamoró de la joven enfermera y le pidió matrimonio, sin embargo, ella más tarde le plantaría por un doctor y oficial napolitano. Este hecho afectaría de por vida a Hemingway. Agnes le visitaría mas tarde para pedirle perdón, le dijo que le amaba, pero el orgullo de Ernest no se l permitió. Agnes se fue sola y continuo con su vida. Esta etapa de su existencia fue representada en el film dirigido por Richard Attenborough llamado In Love and War, en 1996.

Subyugado por la experiencia de Ernest Heminway, mi mente se estacionó en un hospital de Inglaterra, a finales de la Segunda Guerra Mundial. Sentí la necesidad de rendir tributo a aquellos hombres y mujeres que enfrentaron el horror de una de las páginas más negras de la historia de la humanidad.
Porque el hombre olvida, inexorablemente, que las páginas del tiempo quedan rasgadas por circunstancias atroces, vergonzosas y grotescas, como es la mutilación del cuerpo humano, víctima de la guerra.
Ellie Grisham es un relato sacado de la realidad, no de la ficción, porque debió existir por necesidad de creer que aún en la desgracia, existe un hálito de esperanza y conmiseración, que le brinde sentido a la vida misma.

“Dos años después la guerra terminó, y es justo decir que esta historia parece sacada de un cuento de terror más que de la vida misma. Pero no es así, durante ese lapso de tiempo setenta y tres soldados murieron sumidos en dramáticas muertes víctimas de las mutilaciones y sus afecciones inherentes.
Si cuento esta fantasía de amor y conmiseración es porque soy enfermero de un conocido hospital en Penny Lane, Inglaterra. Asignado como asistente del área de enfermos terminales en el área de oncología, un buen día conocí a Ellie Grisham, quien ingresó al hospital víctima de un cáncer vaginal con metástasis en casi todo los órganos vitales de su debilitado organismo.”

         Amigo lector: Te invito a interiorizar en un drama que no debe ser olvidado, no por su grandeza y elocuencia, sino por la urgente necesidad de pensar que no puede volver a repetirse.

Arturo Juárez Muñoz


martes, 7 de junio de 2011

EL TRIÁNGULO DE PENROSE (MICRORRELATO)

La imagen del instituto reflejada en el retrovisor del auto, fue la mejor señal de haber abandonado el suplicio de todos los días. Sólo deseaba fervientemente que el dolor de cabeza desapareciera llegada la noche.
         No niego que una desazón terrible me invadía por entero, sin embargo, justo al pasar por el cruce de las calles 27 y 98, una visión me atrapó y me sumió en una vorágine inesperada.
         Cómo pude, desafiando el doble sentido de la calle en que circulaba  no sin recibir el reclamo airado de los que tuvieron que frenar intempestivamente, so pena de impactarse de manera violenta contra mi auto, es que me pude detener para admirar tan elocuente señal.
         Cual adolescente que trepa un peñasco, me agazape por la estructura metálica de los andamios que daban fe del arreglo de uno de los muros de contención del puente principal. Durante el ascenso, las ráfagas de viento ponían a prueba mis habilidades aún vigentes, pues asido con fuerza de los gruesos tubos, logré llegar lo más alto posible.
         Una vez trepado en el segundo puente, una ventisca repentina estuvo a punto de derribarme, pues a más de soplar vientos helados de alta velocidad, me hacían tiritar víctima de un enfriamiento súbito de los huesos de mis manos.
         Tenía que cerrar la boca, pues trozos delgados de aguanieve se proyectaban contra mi rostro, cegándome por instantes y haciéndome perder el equilibrio. Estoy seguro de haber permanecido así por el lapso de dos horas, tiempo suficiente para solazarme con el espectáculo crepuscular de la gran ciudad, pues millones de luces derramadas desde el firmamento, se dibujaban por todas partes cubriendo de un matiz multicolor los monumentos y edificios que se avistaban con claridad desde mi puesto de observación.
         De pronto, como si una señal divina ordenara al viento detenerse, una calma arrobadora y dulce envolvió el maravilloso momento: el sol se ocultaba tras los rascacielos que amenazaban perforar la biosfera que los admiraba desde lo alto.
         Aunque no era la primera vez que la obra divina me dejaba sin aliento, pude constatar el perfecto orden que el Demiurgo concedía para tan mágico momento. La luz opalescente de los últimos rayos solares se derramaban cuales olas doradas que se expandían hasta los últimos rincones, para en un instante fugaz como la vida misma, se trastocaran en florecientes tonos grises y abigarrados dibujándose en las losas, arcadas y baldosas de la plaza que lucía esplendorosamente bella.
         Y allí, justo en ese instante, se proyectó la perfecta conjunción del triángulo de Penrose, de su ecléctica composición de materia y antimateria, de ser y no ser, de sueño y realidad. Un llanto convulso me atrapó y me sacudió de forma inexorable.
         Había buscado esa señal por meses, incluso años. Anhelaba tanto cruzarme con tan divina certidumbre. Me llevé ambas manos a la cara; resultaba inevitable no rendirme ante la obra maestra de quien todo lo hizo porque todo lo puede. La búsqueda había terminado. Mi mente anonadada contemplaba la perfecta geometría de aquella revelación. Por un instante sentí una agobiante necesidad de morir seducido por tan notable maravilla. Los tres brazos del triángulo de Penrose parecían sustraídos de aquel mundo imposible, inalcanzable, pues el hombre se niega a creerlo por tantos y tantos prejuicios que lo ciegan.
         Hubiese querido también que el tiempo se detuviera. Parar las manecillas del reloj del tiempo mío, no el de Dios, no el de aquella realidad posible. Zafarme de las ataduras que me imponen las verdades develadas por unos cuantos hombres para la sociedad.
         Anhelaba ser, si fuere factible, ese nuevo hombre, esa nueva forma de hacer posible lo imposible. Amé por un instante la coyuntura de alargar la eternidad de un nuevo razonamiento, y no el sentirme un instante entre dos eternidades.
         Cuánta verdad había, y sin embargo, cuánta ignorancia vertida por doquier sobre la tierra. Cerré los ojos entonces para no mirar que el nuevo mundo se desdibujaba ante mi atónita mirada. Los últimos visos dorados que el crepúsculo ofrecía, se fueron diluyendo y me llevaron justo al borde liminar de mi inconsciencia.
         Cruzar la línea de regreso era como renunciar a la perfección que Dios me permitió conocer por un instante. Entonces, de ser perfecto pasé a oruga, a gusano colgado de las argamasas metálicas que el hombre inventa para reducir sus bajas estaturas.
         Temía bajar la mirada y descubrir el espectáculo de siempre. Una multitud de seres impensantes estaría intentando poder admirar, lo que para ese momento, era mi gran privilegio. Lo peor es que nadie intentó siquiera seguirme en el intento. Prefirieron quedarse asidos a sus cadenas que los atan al piso que adoran como imperio.
         Ya veo sus rostros apagados por sólo seguir lo que les han impuesto como reglas. Me mirarán, callarán, y en silencio respetuoso más a ellos que a mi osadía, me verán entrar al calabozo al que nadie quiere entrar, al que les han construido como fase final de sus afrentas.
         Intentarán encontrar en mi mirada la luz que fuera sólo para mí, el elegido. Y luego de contemplar cómo me visten de casaca blanca, me veré impedido de decirles que yo sí creí en el Triángulo de Penrose, por eso tuve la dicha de haber visto los ojos de Dios, en una tarde cualquiera.
      
“El triángulo de Penrose, creado por el artista sueco Oscae Reutersvard en 1934 y redescubierto por el físico matemático británico Roger Penrose en 1950, es una concepción bidimensional de tres barras unidas entre sí por sus extremos, de tal manera que conforman un triángulo factible en su visualización, pero imposible en su realización material”

Enlace alterno de artículo sobre el tema de Sir. Roger Penrose:
http://lmmagazinelm.blogspot.com/2011/12/emma-leduc-sir-roger-penrose-y-stephen.html

viernes, 3 de junio de 2011

JARDINES DE PAPEL (POESÍA)

Photography by Leovi




"Cuando el tiempo haya pasado y sólo quede el recuerdo de sus hojas esparcidas por el viento, la humedad de sus manos parecerá abrazar nuestros sentidos en clara señal de que han muerto."











JARDINES DE PAPEL

27 de junio del 2043. Hoy cumplo 90 años de edad.

Contemplo azorado los arbustos petrificados por el tiempo,
cual tiza que ralló el anverso del verde lino de su encanto.

Las hojas que fueron, hoy sólo cartones cortados sin sentido.

Doblegados, mirando al suelo parecen gigantes suspendidos.
¡Árboles! Símbolos muertos que ya no intentan
contener parvadas, ni heno, ni tampoco nidos.

Hubo el hombre que destruirlos, era necesario, ya no inhalaban
los venenos que reinaban en los cielos.

Se fueron quemando cuales carbones encendidos, cenizas blancas,
que otrora fueran flores con tálamo de acero.

Hoy, sus sombras son luz que emana de artificial lucero,
candelabro de sodio apresado in vitro, de colores ambarinos,
que intenta deleitar la vista cansada de los pájaros.

¿Dónde quedaron sepultados los verdes jardines de oyameles?

Hoy tengo que colgarle el fruto al árbol de naranjo,
para pintar la alborada de algún tiempo pasado.

Arturo Juárez Muñoz

Te invito a seguir mi participación en Editorial Alaire (España), y leer todos los comentarios recibidos. El link es: http://www.editorialalaire.com/viewtopic.php?t=12602

EL LABERINTO DE MIRTA (CUENTO)

DEL LIBRO ANTOLOGÍA DE CUENTOS, EDITORIAL CAMPO PROVINCIA, FEBRERO 2007


IDEOLOGEMA

                Aunque es correcto reconocer que una antología es la recopilación de lo mejor de un género o de un autor, el presente libro pretende un concepto de evocación o inspiración a lo mejor de grandes exponentes de la literatura universal. Tal es el caso de Jorge Luis Borges (argentino), Saadat Hasan Manto (indopaquistaní) y Li Bo (chino), quienes inspiraron al autor a escribir esta obra.
                Asimismo, es digna de reconocimiento la magistral e invaluable labor del Colegio de México, fundación que lleva a cabo estudios en diversos campos, en este caso, el de las obras literarias de los escritores y poetas antes mencionados.
                Cada cuento representa una historia que contiene una parte real, palpable, histórica, y otra ficticia que pretende avivar la imaginación del lector, y que evidentemente, es una inspiración a la obra maestra de tan connotados personajes.

RED ACTANCIAL:

                Justiniano García, maestro de profesión, quien ya en edad adulta, se remite a su edad juvenil y narra su maravillosa experiencia vivida en el pueblo de Mirta. Representa al joven maestro rural, soñador y entusiasta en búsqueda de hacer algo por los niños que albergan su humilde escuela.
                Jacinto Pereda, el viejo maestro al que Justiniano sustituye en su labor de mentor, y que representa al viejo maestro cansado y carente de entusiasmo para continuar con la lucha.
                Isaías, nativo del pueblo de Mirta, vivaz, sumamente inteligente, de carácter introspectivo y actitud contemplativa, quien es el ejemplo de la niñez que espera ser descubierta en su máxima potencialidad.
                Un metanarrador que relata una historia paralela a la de Justiniano e Isaías.   

CONTEXTO TIEMPO/ESPACIO

                Tiempo presente en algún lugar cercano a la Ciudad de México, con un narrador en primera persona, que remite al lector treinta y cinco años atrás. Mirta, pueblo ficticio cercano a la ciudad de Tzintzuntzan, Michoacán, y que ésta fuera capital del imperio tarasco, con un narrador en primera persona. El mismo lugar (Mirta), cerca de mil quinientos años atrás, con un metanarrador.

TRAMA
                Justiniano García, en edad adulta, al tener en sus manos una afamada revista, recuerda con intensidad y emoción sus vivencias en un lugar de nombre Mirta, al terminar sus estudios de maestro normalista, y al cual fue enviado a sustituir al maestro Jacinto Pereda.
                Tras una larga jornada para arribar a dicho lugar, llena de experiencias y emociones, se instala en el pueblo dispuesto a enfrentar el reto que le es impuesto.
                En paralelo a estos acontecimientos, un metanarrador relata una historia que sucedió más de mil quinientos años atrás, en ese mismo lugar. Dicha historia describe el evento en el cual, un jerarca denominado Tzicuzani, con la ayuda misteriosa, mítica, fantástica, de un joven dios reconocido como hijo de las Montañas Nepam-Tzui, los conduce a construir un gran laberinto, cuyo fatal enigma, se convierte en algo más que encontrar una salida.
                Ambas historias coinciden atemporalmente, pero su magia y esplendor ofrecen al lector un momento de ennoblecimiento de las pasiones humanas, así como una propuesta para imaginar que la niñez es una etapa maravillosa, llena de extraños conductos listos para explotar en brillantez y magnificencia.





Arturo Juárez Muñoz (Derechos reservados. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de este cuento)

PAVAROTTI Y PAOLUCCIO (RELATO CORTO)

Del libro Inspiraciones, Relatos Cortos, Pavarotti y Paoluccio, marzo 2005
Mi nombre es Paoluccio Vinattieri. Nací en un pequeño pueblo de la Calabria antigua, cerca de Moatosso, en Italia. En aquel entonces contaba con escasos doce años de edad, y para serte sincero, era un muchacho sumamente tímido, opaco, gris como piedra de río. Mi tía Louisa decía que tenía los ojos más grandes que calabrés alguno haya tenido jamás. Y en efecto, de una negrura más espesa que la noche, mi contacto con la vida era a través de mis ojos, pues lamentablemente, no contaba con ambas manos debido a un desafortunado accidente donde las perdí  de un solo tajo.
Era un septiembre de 1989, y por azar del destino, llegamos a la ciudad de Modena. Mis pantalones cortos color negro, una camisa blanca que me quedaba bastante ceñida al cuerpo, y una maleta llena de nada, trapos viejos, una muda descolorida, y un par de zapatos que me quedaban tan grandes como soles. Mi madre había aceptado un trabajo de cocinera en un pequeño restaurante de Piazza Grande. Por fortuna, no le requirieron cartas de recomendación, y su contratación fue relativamente simple.
Para eso de las seis de la tarde, ambos entramos a una habitación oscura y que desprendía tremendos olores a verdura: era la bodega de víveres vegetales del restaurante. Ella, sin evitar ese rostro triste y alargado que siempre la caracterizó, apenas si emitió palabra alguna. Sacó de la gran bolsa de manta que llevaba a cuestas, un par de cobijas raídas y las tiró sobre unas cajas de cartón que encontró en uno de los anaqueles. Me abrazó entonces y mi cuerpo delgado y frágil pareció adoptar la forma de su raquítica figura, y sin decir nada, me besó en la frente y fue quedándose dormida poco a poco. Hurgando al infinito interior de nuestra pobreza extrema, la oscuridad se extendió rápidamente hasta quedar sumergidos en un silencio agonizante y prolijo. Inexorablemente, yo también me quedé dormido. Al anunciarse el alba, mi madre saltó como conejo gritando desaforada: «¡Mama mía! Andiamo, Paoluccio…»
Minutos después entrábamos deprisa al restaurante esperando no ser reprendidos por el capitano. Por fortuna, logramos entrar un minuto antes que él, y simulando haber iniciado nuestras labores con media hora de anticipación, un saludo cortés de su parte nos volvió el alma al cuerpo. Sin embargo, una angustia indescifrable me atrapó y mantuvo con los ojos más grandes que jamás haya experimentado.
Cuando estaba limpiando la última mesa que quedaba justo en un rincón, descubrí a mi madre por entre una ventanilla de servicio. Presurosa, cortaba lechuga, freía carne de cerdo, batía puré de manzana, y qué sé yo cuánta cosa más. La admiré trepado de rodillas en un banquillo; nunca la había visto más agotada como en ese momento. Sus ojos gigantescos parecían dos piedras grises y sin brillo; su cabello, otrora negro y delicado, era una guedeja de pelos hirsutos y recogidos por una malla negra que la hacía mirar tétrica y deprimente.
Descansé mi barbilla sobre los muñones de mis antebrazos, y sin poder evitarlo, se me nublaron los ojos de tristeza por tan sufrida escena. «¡Ragazzo!», llamó el capitano, dando un manotazo que me hizo brincar de susto. Sin mirarlo a los ojos, volví a mi afanosa actividad perdiéndome entre las mesas hasta alcanzar al patio central del local.
De pronto, la puerta de acceso principal se abrió de par en par dando paso a dos hombres vestidos de traje oscuro y con corbata negra. Su actitud sigilosa me puso alerta, pues cual si fuese la anunciación de la llegada de un rey, colocándose en ambos costados del portón, dieron acceso a un hombre enorme de mirada profunda y risueña. Cubierto con una capa negra que lo envolvía por entero, una bufanda blanquísima le rodeaba el cuello hasta permitirle mirar si acaso por donde caminaba. Su andar parsimonioso hasta el centro del patio me dejó asombrado, pues justo en el instante, el capitano hacía su aparición y quedaba paralizado como estatua de mármol.
¡Mama mía… Maestrissimo, la voce perfetta, bono día…!, y ante los atónitos ojos del hombre, los de sus acompañantes y los míos propios, el capitano cayó de espaldas rebotando contra las baldosas del patio humedecido nada menos que… por mí. Con una expresión de terror y angustia abrumadora, me llevé los antebrazos a la frente y supliqué al señor me tragara en ese instante.
            —¡Vaya, qué recibimiento! —dijo el gran hombre llevándose las palmas de sus enguantadas manos a la cara, y reclinándose a mirar al infortunado—. ¡Ayúdenlo, por favor!
            —Pronto, pronto, que el capitano se ha caído  de purititas nalgas —entré gritando al salón.
            Mi madre salió presurosa al escuchar mi voz alarmada. Cuando ambos llegamos al lugar del accidente, los acompañantes del hombre lo habían puesto de pie, y éste, lleno de vergüenza, sólo acertaba a decir: «O signore mio…» Sin embargo, al acercarnos a ellos, y yo detrás de mi madre, el capitano giró su cabeza hasta alcanzarme con la mirada, y reprochándome lleno de ira y señalando con su dedo índice: «Tú eres el mentecato culpable de mi caída…»
            Mis ojos parecieron saltar de sus órbitas, y más me escondí tras las faldas de mi madre, quien no sabía qué decir ante semejante acusación. «Pero pagarás, ragazzo estúpido…», gritaba amenazante y elevaba su mano derecha en señal de que pronto yo sería castigado.
            —Aquí no hay más culpable que usted —dijo enérgico el gran hombre, que interpuso su enorme figura entre el capitano y nosotros, es decir, mi madre y yo.
            —Perdón, signore Pavarotti, tiene usted toda la razón, soy un estúpido —expresó en tono disculpante, y sacudiendo la mano señalando a la nada, agregó: —Anda, ya, vete de aquí y sigue…
            —Momento, el bambino desayuna conmigo —dijo tajante el inmenso hombre, que para mí, era un total desconocido.
            Los ojos atónitos de todos los allí presentes me hicieron sentir aún más incómodo. Sin embargo, me tomó con su mano gigantesca por la espalda, y mirando hacia delante como un auténtico rey que ordenaba a sus súbditos, me llevó al interior del salón, y con una solemnidad inesperada, me dijo:
            —Escoge la mesa, por favor.
            Busqué con avidez los ojos de mi madre para saber qué hacer. Todos miraban asombrados lo que aún me resultaba inexplicable, sin embargo, me sonrió con esa ternura angelical que sólo ella dispensaba. Me volví hacia el señor, y señalando la mesa del centro, asentí simplemente con la mirada vivaz y expresiva que me caracterizara:
            —Perfecta, yo hubiera escogido la misma —aseveró, llenándome de una satisfacción nueva en mi corazón.
            Su amplia sonrisa, similar a una media luna marfilada y brillante, se unió a la mía, más pequeña, menos elocuente pero no menos sincera. El gran hombre me agradó sobremanera.
            Con el chasquido de los dedos, el capitano llamó a la mesera para que pusiera el servicio para dos, pues sus acompañantes, prestos y respetuosos, se sentaron tres mesas atrás de nosotros. Las cartas fueron colocadas en nuestras manos, bueno, en sentido figurado, mientras un par de servilletas fueron dispuestas en las piernas izquierdas. Pronto también, nos fueron llevadas un par de copas de boca ancha conteniendo agua, y un par de limones en el plato base.
La mirada bonachona del gran hombre no se apartaba de mí, sin embargo, esperé a que me indicara con esos ojos vivaces y dulzones lo que debería hacer. Me miró directo a los ojos recogiendo ligeramente la amplia barba, para segundos después, indicarme con un leve movimiento de manos que el agua era para lavarnos. Sonreí con humildad; era tal la cortesía de aquel caballero, que en vez de sentirme disminuido o apenado, gocé la lección de buenos modales.
            —¿Cómo te llamas? —preguntó con tono amable.
—Paoluccio Vinattieri, para servirle a usted y a  Dios.
            —¿Calabrés?
            —Así es, de un pequeño pueblo llamado San Giovanni in Fiore. ¿Cómo lo supo?
            —Porque los Vinattieri provienen de esa región. Es más, tu nombre me suena, pero… no, me temo no poder recordar en este instante…
            —¿Y usted, cómo se llama? —le pregunté con respeto.
            —Verás, por lo pronto llámame Luciano, ¿te parece suficiente?
            —Creo, que… no.
            —¿No? ¿Puedo saber por qué?
            —Porque usted tuvo la gentileza de saber de dónde era yo, y… me gustaría saber de dónde es usted —le expresé irguiendo la cabeza y sonriéndole mostrando curiosidad.
            En respuesta, una bellísima carcajada cimbró las copas y los ventanales del salón. Fue la primera vez que escuché la gran sonoridad de su voz privilegiada. No contestó, y en respuesta, preguntó nuevamente:
            —¿Qué deseas desayunar?
            Al enmudecer y no saber qué elegir, el gran hombre ordenó por ambos. Nuevamente su gentileza me hizo sentir muy bien.
            —¡Ya! —dijo de manera repentina, poniéndome alerta y avispándome ante su enérgica aseveración.
            —¿Ya qué? —pregunté con candidez.
            —Paolo Vinattieri; ¿Claro, cómo habría de olvidarlo! Seguro es tu padre… ¿no es así?
            —Pues, sí, ése era el nombre de mi padre, pero… ¿cómo es que lo conoció? —le inquirí lleno de curiosidad.
            —Pero… es que… ¿acaso ya murió?
            —Hace tres años.
            —No sabes cuánto lo siento. Él fue un gran trabajador de las puestas en escena en la Ópera de Milán. Pero… si tienes los mismos ojos que él… —cortó su comentario para mostrar un recogimiento en su semblante y perder su mirada en algún rincón del salón.
            —Era un sábado; yo caminaba precisamente aquí, en Piazza Grande, cuando un par de pelafustanes se cruzaron en mi camino y me amenazaron con una navaja gigantesca. No te voy a negar que al principio sentí un pánico que me paralizó las piernas y me trabó la quijada, pues nunca jamás en mi vida me había sucedido algo así. De pronto, de la espesura de la noche, surgió tu padre con esa valentía que siempre le caracterizó, diciéndoles: «Mas que cosa tan absurda… ¿acaso no saben a quién intentan asaltar?» Aquellos hombres, fuera de arredrarse ante la sugerencia de tu padre, arremetieron contra él y le clavaron la navaja en pleno vientre, cayendo herido de gravedad. Lleno de ira, los enfrenté imbuido por el coraje de tu padre, y justo cuando uno de ellos se decidió a atacarme, tal vez mi voz, mi figura, no lo sé a ciencia cierta, gritó desaforado: «¡Es él… es él!», desapareciendo entre las sombras bajo la gran arcada de la plaza. Por fortuna, tu padre sobrevivió; una vez que se hubo recuperado del todo, lo visité el día que salía del hospital y le pregunté qué era lo que podía hacer yo por él, a lo que me contestó con enorme sencillez y grandeza: «Ya hizo usted mucho por mí… sólo le pido una cosa: obséquieme un boleto de entrada para escucharlo cantar algún día.»
            Tras aflojarse la enorme bufanda, sacó de su abrigo un pañuelo y limpió discretamente sus ojos que amenazaban derramar un par de lágrimas sentidas. En ese instante llegó la mesera trayendo la orden del desayuno, y la magia del momento se perdió en la suculencia de tan prodigioso banquete. No es que no me importara saber el final de tan relevante historia, sino que el semblante del gran hombre denotaba una congoja inevitable. Repentinamente, antes de llevarse el tenedor a la boca, que sostenía un trozo de fruta, me dijo:
            —¡Cuánto lo siento! —dijo elocuente.
            —¿Por qué lo dice?
            —Porque jamás cumplí mi promesa —dijo invadido de una tristeza infinita.
            —No se preocupe, alguna razón debió tener —expresé con la mayor delicadeza posible intentando relativizar el hecho.
            —No, amiguito mío, nunca habrá justificación suficiente para desatender un acto de gratitud.
            Guardamos silencio. Su amplia frente se perló de un sudor escalofriante. Evitó mi mirada como si mirara en mis propios ojos los ojos de mi padre.
            —Señor —interrumpí su cavilación para evitarle mayor pena—, mi padre se lo dijo con claridad: «… ya ha hecho bastante por mí…»
            —Ése es el problema, Paoluccio, ante signo tan vivo de humildad extrema, el que debió agradecer era yo a él y no él a mí.
            —Pues a usted yo lo veo como a una gran persona.
            —Eres noble igual que tu padre. Gracias.

            El desayuno continuó y aquel caballero hablaba con las manos, con los ojos, con el semblante entero. Su voz sonora y llena de energía penetraba en mis oídos y me hacía sentir un niño privilegiado.
            —Señor Luciano, escuché que el capitano le llamó:  Maestrissimo, la voce perfecta”. ¿Qué es la perfección?
            —¿La perfección?
            —Sí.
            —¡Vaya pregunta! En tus labios suena profunda y bella —hizo una pausa y bebió un sorbo de café—. Verás… es una dama sofisticada, inalcanzable porque siempre está un paso adelante de ti, mas nunca te da la espalda; es fascinante si la buscas, frustrante si sientes no hallarla; traicionera si te obsesionas con ella, pero… hay un momento en que estás dispuesto a morir por ella; es razón, sueño, vida misma… ¿Puedo saber por qué lo preguntas?
            Sin denotar atrición alguna, levanté mis antebrazos y se los mostré con firmeza.
            —¿Crees que no lo había notado? —expresó lacónico.
            —Más de uno me ha hecho sentir imperfecto.
            Apretó las mandíbulas y echó el cuerpo sobre la mesa; me miró con esa mirada profunda de gran señor, y me dijo con ternura:
            —La perfección a la que te refieres es otra. Lo más importante de ti no son tus manos ni tus pies ni tu cabeza, incluso; es aquella perfección que surge de tu interior, de tu alma, de tus entrañas; es aquella búsqueda incesante por valerte de las herramientas que te ha obsequiado el Señor y ser feliz a través de emplearlas en su totalidad, plenas, magníficas, y trascender a través de su ejercicio, de la tenacidad, de la perseverancia. Estoy seguro que tú tienes potencialidades maravillosas, tal vez inexploradas, desconocidas, ocultas, pero de una cosa estoy seguro: algún día las conocerás. La fórmula consiste en escuchar a tu propio corazón… a tu propio corazón… a tu propio corazón… —pareció repetirse aquella frase como eco en mi cabeza.
            Estiró entonces su suave mano, y con tacto angelical, me apretó el antebrazo en señal de conmiseración a mi gran duda. El desayuno continuó y nuestras sonrisas estallaban de vez en cuando. Jamás supe qué pudieron haber pensado de nosotros todos los demás, pero en ese momento, era lo que menos me importaba.

            Tras la larga jornada, la noche cayó plena sobre Modena. En nuestro caminar hacia la bodega donde pasaríamos la noche, advertí una laboriosa actividad de al menos una veintena de hombres instalando un enorme escenario al frente de Piazza Grande. A un costado, grandes pendones anunciando un evento, que a decir verdad, me resultaba desconocido. Mi madre caminaba sumamente exhausta; su mirada lánguida era elocuente: su estado de salud no se veía nada bien.
            —¿Puedo quedarme un ratito, mamá?
            Sus ojos apagados apenas si me miraron, y tomándome la barbilla, logró asentir con la cabeza.  
            —No… tardes, por favor —dijo para luego alejarse y perderse en la siguiente esquina.
            Sin poder evitar una amplísima sonrisa, caminé por entre las filas de butacas que eran apostadas en líneas paralelas de frente al gran escenario. Con los muñones rozaba los respaldos de éstas, y por un instante, el recuerdo extraviado en el tiempo de mi padre acarició mi alma. Lo imaginaba afanoso trabajando con ese gusto que siempre mostró en todo lo que hacía. Aunque era yo pequeño cuando murió, al menos guardo la imagen de un hombre excepcionalmente cariñoso y amable.
            Nadie me dijo nada; me dejaban caminar a mis anchas por toda la plaza, incluso, permitieron que subiera al escenario. Me acerqué entonces a uno de los grandes pendones que anunciaba: «Concerto in Piazza Grande, Luciano Pavarotti y Nuccia Focile» Comprendí entonces que el gran hombre era un artista, no sabía si músico o actor, pues ignoraba qué era un gran concierto. Arrobado en extremo, levanté mis antebrazos y los extendí al aire en medio del escenario; cerré los ojos e imaginé que algún día yo también sería un gran artista, o al menos, un gran trabajador como mi padre para ayudar a aquellas personas maravillosas como el señor Luciano.
            De pronto, como extraído de un cuento, los aplausos de los trabajadores interrumpieron mi sueño; abrí los ojos de inmediato y descubrí que suspendieron su labor para prodigarme un estruendoso aplauso que llenó Piazza Grande. Incrédulo, los miraba sonreírme y aplaudir con mayor entusiasmo cada vez más. En un acto espontáneo, les agradecí con una reverencia principesca inclinando mi cuerpo hacia delante y cruzando mi antebrazo derecho por debajo de la cintura. Después, todo pareció volver a la normalidad.

            —¡Mamá! ¡Mamá! El gran señor, vaya que sí es un gran señor —entré gritando a la accesoria.
            Ella yacía tendida sobre la cama de cartones, y ofreciéndome su mejor sonrisa posible, me llamó a sus brazos.
            —Anda, platícame con lujo de detalles quién es ese señor —me dijo complaciente.
            Y así, metido entre sus brazos, le narré cada una de las cosas que habíamos platicado durante el desayuno; mi gran experiencia en el escenario en la plaza, y lo más importante, que me había hecho soñar que algún día nuestra pobreza terminaría para siempre… Ya no me escuchaba, su suave respiración perdió aquella agitación característica para denotar que dormía en santa paz. La abracé entonces con todas mis fuerzas y le dije al oído: —Algún día, madre, algún día…

            A la mañana siguiente, poco después de abrir el restaurante sus puertas, y yo estar limpiando los vidrios de las ventanas, un hombre conocido entró anunciando mi nombre:
            —¿Paoluccio Vinattieri?
            Temeroso, como dudando que se tratase de mí, me acerqué a él. Me sacudió la cabellera, y con una sonrisa de satisfacción extraña, me dijo:
            —Toma, esto es para ti —y me entregó un sobre que llevaba grabado mi nombre, colocándolo en la bolsa de mi camisa.
            —¿Qué es esto?
            —Ábrelo y lo verás.
            Se despidió y me dejó admirando aquel elegante papel. Nadie me miraba. Mis ojos recorrieron orbiculares por todo el patio. Una vez que sentí estar a solas, abrí el sobre con lentitud ayudándome con la boca. Parecía estar vacío, pero al elevarlo, un pequeño cartoncillo cayó al suelo. Con habilidad lo volteé, y acomodándome de rodillas, leí: «Boleto de primera fila para el Gran Concerto en Piazza Grande.»

La noche era esplendorosa. El Teatro Comunale di Modena lucía espectacular. Piazza Grande se engalanaba con su excelsa arquitectura, y su gran torre parecía elevarse hasta alcanzar alguna estrella. Sus arcadas laterales lucían también excepcionales. Sus farolas, perfectamente iluminadas, le daban un toque mágico y místico a la vez. Su gran reloj marcaba minutos antes de las ocho de la noche.
Poco a poco, cada una de las sillas dispuestas frente al escenario se iban llenando hasta colmar el lugar. Yo, elegantemente vestido con mi camisa blanca y mi eterno pantalón corto, me encontraba sentado justo en el frente del escenario, en primerísima fila. A las ocho en punto, aparecieron no menos de veinte personas elegantemente vestidas, y se dirigieron a sus lugares dispuestos en forma semicircular. Cada uno tomó diferentes instrumentos musicales y los tomaron con delicadeza genuinamente angelical.
El silencio respetuoso fue interrumpido cuando hizo su aparición Mauricio Bennini, director anfitrión que se dirigió a un costado del escenario, como si fuese a llamar a alguien. De pronto, como una luz divina que se materializa en una masa humana, el gran hombre apareció en escena. Era nada más y nada menos que Luciano Pavarotti, quien con su deliciosa sonrisa se acercó al centro del escenario, agradeciendo la estruendosa bienvenida. Nadie lo notó, pero de inmediato buscó mi mirada y me guiñó el ojo. Yo estaba a punto de llorar de emoción por tan gentil detalle.
“Addio fiorito asil”, fragmento de la ópera Madama Butterfly, fue el aria con la que dio inicio.  Al unísono, el total de instrumentos iniciaron a tocar con una suavidad que me arrobó de inmediato, y así, como emanado de un sueño, la voz del gran señor se elevó hasta llenar los rincones de la plaza, cimbrando los cristales de las ventanas. Yo quedé perplejo, emocionado; jamás en mi corta vida había sentido que me arrancaran el aliento de un solo golpe como en ese instante. Mis brazos se encogieron y un sublime encantamiento se apoderó de todo mi ser. Al concluir su canto, el público se entregó con vivacidad y entusiasmo al gran tenor.
Salió del escenario acompañado por Mauricio Bennini. Instantes después, aparecía una mujer excepcionalmente hermosa: Nuccia Focile, quien interpretó “Signore, escolta”, de la obra Turandot, de Giacomo Puccini. Sin poder evitarlo, la imagen de mi madre se sobrepuso al de tan bella mujer, y la imaginé vistiendo el atuendo elegantísimo de la donna. Mis emociones me traicionaron entonces, y con el rostro vibrando en cada una de sus fibras, no pude evitar llorar por aquella mujer excepcional que me había dado la oportunidad de vivir tan maravillosa vida.
Se fueron alternando ambos, pero mi corazón pareció detenerse en un paroxismo fascinante, cuando Nuccia Focile interpretó “O mio babbino caro”, también de Puccini. Sentí una emoción tan abrasadora, que creí perder las fuerzas por momentos y caer ante la sublime ejecución de tan dulce aria. Los vaivenes de su voz me hacían seguirla con el rostro y con la mirada, de tal suerte que imaginé a mi madre cantándome en sus brazos.
El momento culminante llegó cuando ambos, a dúo, interpretaban “O soave fanciulla”, fragmento de la ópera La Boheme, de Puccini, pues como niño que era, un remordimiento fatal me atrapó y me hizo salir disparado ante los asombrados ojos de quienes me rodeaban, con rumbo adónde mi madre. Mis ojos enrojecidos, anegados en lágrimas, no me permitían mirar por donde corría, llegando a molestar a más de uno, y recibiendo sus justos reclamos. Corría y corría, no sé si intentando escapar de aquellas voces maravillosas que me hacían vibrar de emoción; no sé si de mí mismo o de mis recuerdos infantiles, o de mis temores, o de mis sueños… Los aplausos culminaron la magistral representación.

Por fin entré a la accesoria donde se encontraba mi madre. En ese momento la orquesta filarmónica ejecutaba el intermezzo “Cavalería Rusticana”, de Mascagni. Mi madre, tirada y descubierta de medio cuerpo, parecía que agonizaba de una enfermedad prolija y traicionera. La abracé con tanta fuerza que le saqué más de un suspiro intentando darle vida y reanimarla. Sus mórbidos labios mostraban el color de la muerte y los ojos parecían dos cuencos oscuros y ojerosos carentes de vida. La música penetraba mis sentidos, mi alma, mi todo.
Dos hora más tarde, el dottore del Hospitale di Modena, vestido elegantemente, pues llegó de prisa del concierto para atenderla, me miró con firmeza y aplomo intentando sutilizar lo que era imposible de explicar: mi madre había muerto.
El aplauso del público despedía a Samantha Bremen. La miraba acercarse a mí, sonriente, satisfecha, pero sin yo poder abstraerme del recuerdo que me abrasaba. Fue la voz de Mauricio Bennini hijo, que me sacó de mis cavilaciones, pues siendo el director huésped esa noche, fue por mí para continuar con el concierto:
—Vamos, Paoluccio, es tu turno; interpretaremos “O soave fanciulla”, fragmento de La Boheme, de Puccini, que tantos recuerdos nos trae…

Arturo Juárez Muñoz (Derechos reservados)